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El arhuaco que quiere ser juglar

Kandimaku Busintana, ‘Kandi’, ha viajado por el mundo cantando un ritmo que lleva desde la niñez: el vallenato.

Kandimaku luce el vestido típico de su comunidad arhuaca y uno cree que la limpieza del atuendo antecede a la iniciación de un ritual en el que oficiará de mamo en uno de los 33 espacios de la Sierra Nevada. Llaman la atención su desparpajo y el poporo que sobresale de su mochila de lana. Y más que eso, causa impresión una cola de caballo que baja por su espalda después de haberse desprendido del sol. La asociación es mágica y forma parte de los breves laberintos de una mitología que aún no explica por qué él es un cantante de música vallenata que ha recorrido de América a Europa.

Kandimaku Busintana Izquierdo es su nombre completo, pero muchos lo llaman Kandi. Busintana es la casta de su pueblo ancestral, el cual convive con tres etnias distintas en lo que denominan Umukunu, es decir, la Sierra Nevada, la casa de todos.

Kandimaku dice que nació escuchando música vallenata porque siempre se ha escuchado entre los arhuacos. Un día, un indígena ancestral de su comunidad, que no hablaba español, le confesó que escuchaba a Luis Martínez. Entonces sintió una especie de aguijón que aún no ha terminado de extraer.

El vestido está impecable, porque lo está estrenando. Las sandalias son de obligatorio uso en su otro mundo que recorre con el mensaje de sus antepasados en la boca. En cambio, arriba, en lo alto de la Sierra Nevada, cerca de las nubes y del cielo que se desparrama en las tardes, Kandimaku camina descalzo, como todos los arhuacos, pues necesita el contacto directo con la tierra.

Kandimaku no olvida su montaña. Después rememora las canciones de Diomedes Díaz, sobre todo aquellas que escuchaba en su adolescencia cuando el silencio del mundo comenzaba a reinar en Nabusimake y él, Kandimaku, acercaba su oreja al parlante del radio al tiempo que se ilusionaba con la idea de ser un cantante de música vallenata que aspira a convertirse en el primer juglar de un pueblo ancestral.

El sonido del acordeón de Aris Loperena, su acompañante, es ahora una especie de lamento de siglos, lejano. Son los sonidos de la voz y el acordeón con remembranzas ancestrales, a diferencia de los de semanas atrás cuando interpretaron, frente a miles de espectadores asombrados, El viejo Miguel, de Adolfo Pacheco, o El pollo vallenato, de Luis Martínez, temas en los que Kandimaku busca la esencia de sus ancestros, mientras agita esa especie de faldón largo con movimientos de aquí para allá.

El recuerdo de Nabusimake, la capital espiritual de su etnia, lo lleva a todas partes. Las imágenes de ese minúsculo paraíso penetran su pensamiento y se desplazan como escenas cinematográficas. Las grabó en la infancia, cuando caminaba entre sus cuatro límites después de pisar las rocas.

Nabusimake no se borrará de sus recuerdos. Jamás. Ahora cierra los ojos y describe aquel silencio como la paz del mundo donde nace el sol, muy cerca de un santuario llamado Busintana, donde nació él hace 33 años en medio de la alegría de los mayores de las otras ocho castas.

“Y estos son nuestros hermanos —dice —. Su etnia wiwa se está acabando porque los han venido atropellando. A nosotros también han intentado acabarnos. Primero, a principios del siglo XX, cuando los misioneros capuchinos rebautizaron Nabusimake como San Sebastián de Rábago y comenzaron un proceso de evangelización y exterminio. Después, los paramilitares. Pero nuestra fuerza espiritual ha salido adelante. Eso también lo expreso en mi canto”.

Años después escuchó El viejo Miguel y su letra, incluso, formó parte de la tesis con la que se graduó de sociólogo en la Universidad Externado de Colombia. Por eso la interpreta donde quiera que cante, pues experimenta una sensación indescriptible cuando imagina el desplazamiento y el desarraigo que recorre la letra del emblemático tema. Entonces, Aris desarruga el acordeón y Kandimaku cierra los ojos y abre la boca: “Ay, buscando consuelo, buscando paz y tranquilidad,/ el viejo Miguel del pueblo se fue muy decepcionado (bis). /Yo me desespero y me da dolor porque la ciudad /tiene su destino y tiene su mal para el provinciano (bis)”.

Fue el comienzo de una idolatría que poco a poco fue cediendo. Su participación en un festival universitario en Bogotá fortaleció su ímpetu y su deseo de ser cantante vallenato. Luego encontró a Aris Loperena, quien desde los diez años estira los acordeones que le regalaron su padre y su tía.

Al comienzo le preguntaban si tenían dinastía, pero mantuvo silencio. Sólo ahora, Kandimaku revela que es primo hermano de Iván Villazón, pues Crispín Villazón, padre de Iván, es hermano de su abuela.

Y sus proyectos musicales siguen. En un viaje de Bogotá a Valledupar, donde asistiría a un Festival Vallenato, iba ‘poporeando’ y feliz por el homenaje que se le brindaría al maestro Rafael Escalona. Se preguntó por qué no grabar un disco. Fue una reflexión solitaria y solemne al estilo de las que hacía junto a las aguas cristalinas, debajo de los pinos y guayacanes, o junto a las flores de cayenas y trinitarias que están cerca de Nabusimake.

La carrera musical de ‘Kandi’

Hace dos años, junto con su acordeonero, ‘Kandi’ grabó su primer sencillo gracias al apoyo de Ómar Geles. Luego viajó por todo el país y más tarde por el exterior. Así, en enero pasado estuvo con a su agrupación en escenarios de Francia y España, alternando con conjuntos musicales de otros países y de Colombia. Antes se había presentado en Tokio y en Shangái, acompañado de tres mamos que abrían el espectáculo con un ritual. En mayo se presentó en Belo Horizonte, mientras Silvestre Dangond actuaba en São Paulo. También se presentó en Panamá y allí alternó con Jorge Celedón.

Asimismo, aparecerá en la telenovela sobre Rafael Orozco. Y pronto alistará maletas para cumplir compromisos en Suecia, Suiza y España. Siempre, claro está, con el recuerdo, la magia y las leyendas de su pueblo ancestral, y el sueño de ser recordado, muchos lustros después, como se recuerda a Luis Enrique Martínez o Leandro Díaz, juglares que marcaron su destino.

Escrito por: Jaime de la Hoz
Fuente: El Espectador

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  1. El sonido del acordeón de Aris Loperena, su acompañante, es ahora una especie de lamento de siglos, lejano. Son los sonidos de la voz y el acordeón con remembranzas ancestrales, a diferencia de los de semanas atrás cuando interpretaron, frente a miles de espectadores asombrados, El viejo Miguel, de Adolfo Pacheco, o El pollo vallenato, de Luis Martínez, temas en los que Kandimaku busca la esencia de sus ancestros, mientras agita esa especie de faldón largo con movimientos de aquí para allá.