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El primer oro olímpico fue para el vallenato

“El maestro siempre anduvo con la gloria, pero era tan modesto y tan prudente, que jamás lo sospechó”, escribió David Sánchez Juliao de Alejandro Durán en el prólogo de una magistral entrevista grabada en los estudios de Sonolux en 1986. Lo corrobora José Manuel Tapia Fontalvo, el fiel guacharaquero, 32 años al lado del juglar. “Era muy gracioso, muy popular, muy querido, un personaje caminando…”.

Tan querido era, que cuando llegó al Aeropuerto Internacional de Ciudad de México con toda la delegación colombiana, un batallón de mariachis y su apoteósica serenata de rancheras, los aguardaba en la propia pista; se advertía como un privilegio el hecho de que el negro grande de Colombia pisara tierras manitas. Octubre de 1968, por primera vez en la historia, y en sincronía con los Juegos Olímpicos de ese año, se llevaban a cabo las Olimpiadas Culturales, iniciativa del arquitecto mexicano Pedro Ramírez Vásquez, director de las justas deportivas.

Recuerda el maestro Tapia que después de ganar el primer Festival de la Leyenda Vallenata, y como recompensa por el modesto premio que recibieron, el gobernador del Cesar, Alfonso López Michelsen, los llamó para notificarles que el conjunto haría parte de la comitiva musical que representaría al país, junto a Antún Castro, Los Gaiteros de San Jacinto y la Estudiantina de la Universidad Nacional.

Una determinación proveniente de más arriba, del propio mandatario Carlos Lleras Restrepo, según el cajero Pablo López.

Era tal el entusiasmo que despertaba la música de Durán, que para ese entonces la orquesta de Mike Laure ya tenía su propia versión grabada del 039. De cierto modo, la trilogía vallenata aterrizaba en territorio azteca con el rótulo de favorita para imponerse en el novedoso desafío para las artes mundiales.

Sin embargo, la competencia iba a ser dura, pues estaban más de cien países representados con toda clase de danzas y formas melódicas.

Los hechos sucedieron cuarenta y cuatro años atrás. Gilberto Alejandro Durán Díaz no está para revivirlos, pero sí José Tapia y Pablo López, quienes, salvo algunas discordancias, coinciden en lo esencial de la historia; por ejemplo, en que los primeros contendores que fueron quedando en el camino eran representantes de naciones africanas, como Zambia, Congo y Camerún, a quienes encararon en inmediaciones del lago Chapultepec.

“Nos la pasamos toque, toque y toque. No nos quedaba tiempo ni para ver las competencias atléticas”, señala López, aunque confiesa que en algún momento se escapó para ver el partido entre la selección nacional y la de México, mientras Alejo, contrariado porque el tamborilero no aparecía, estaba listo en la tarima para una de las eliminatorias.

Apenas lo vio venir, le reclamó: “¿usted vino a tocá o a ver fútbol?”. Y comenzaron los conciertos de cumbia y vallenato, y los rivales a quedar regados, aunque los veredictos de los jueces no se conocían el mismo día, sino al siguiente, cuando los publicaba el diario Excelsior, el mismo que después titularía: “Lo que Colombia no logró en el ámbito deportivo, lo consiguió en el musical”.

Abrigados en la euforia de la gente, los colombianos interpretaban un extenso repertorio dominado por la musa de Durán. El soncito, Pena y dolor, Entusiasmo a las mujeres, este último un merengue que alegraba también al rey negro, más si se sabía bien acompañado. “Cuando toca Pablo el merengue, Alejo se siente sabroso”, solía decir el acordeonista con el recurso ingenioso de nombrarse en tercera persona, muy propio de los grandes juglares.
Dice Pablo López que en las últimas rondas dejaron sin opción a Japón y a Italia, José Tapia agrega China a la lista. “Lo más bello es que cada vez que el negro abría el fuelle, la gente –que había estado quietecita en las otras presentaciones– se arremolinaba como burro metío en corral de ganado”.

Se ríe el guacharaquero, reencarnando la maravillosa experiencia que para él significó salir del país y conocer en persona a José Alfredo Jiménez y Antonio Aguilar, algunos de los charros considerados ídolos en Colombia.

José Manuel Tapia recuerda presentaciones en Xochimilco y en el Museo Nacional de Antropología. Pablo López recuerda, con total claridad, la noche de la final en el Teatro Hidalgo, a la que llegaron luego de eliminar a República Dominicana, cuyos representantes se mostraron ardidos porque consideraban que la percusión dominante de López no podía ser de un colombiano. Por su parte, los alemanes lograban el otro cupo tras ganarle a la peruana Victoria Santa Cruz y su conjunto.

Y como cuando el burro se mete en corral de ganado, el auditorio entró en delirio tan pronto Alejo pisó pitos, pisó bajos, y Pablo López deleitó con la cadencia de la caja, y José Tapia se unió con su trinche a la fantástica sinfonía llegada del Caribe colombiano. Alicia adorada, 039 y La pollera colorá, canciones que causaban furor en México, retumbaron en el magno escenario del Hidalgo, donde Mario Moreno Cantinflas era uno de los jurados.

La decisión última no fue sorpresa ni para los propios germanos –productores en serie de acordeones–, que, embebidos en la rutina estupenda de Alejandro Durán, señala Pablo López, terminaron bailando y aplaudiendo, más cuando sonaron la cumbia de Wilson Choperena y unas interjecciones extrañas, pero pegajosas: ¡oa!, ¡apa! Oro olímpico para Colombia, el primero en toda su historia.
Durante mucho tiempo Pablo López estuvo convencido de que la medalla que le colgaron al rapsoda de El Paso se conservaba en los escaparates del Comité Olímpico Colombiano, sin embargo, allí desconocen tal logro y no cuentan con registros de la hazaña cultural. “Eso es una primicia”, respondió Alberto Galvis, jefe de prensa de la entidad.

En Planeta Rica, Alejandro Durán Chacón, operario en una planta de leche y el único de la veintena de hijos que heredó el gusto por la ejecución del arrugado, afirmó que la insignia dorada debía estar en poder de Joselina Salas, una de las primeras mujeres del rey, residenciada hoy en Barranquilla. Según Alejo Junior, Gloria Dursán, la última compañera de su padre, no podía tenerla, porque cada vez que este se arrejuntaba con una dama, lo hacía con trasteo nuevo.

Juana Francisca Durán Salas, hija de Joselina, y la mayor de la camada, constató que para el año 68 Alejo no vivía con su madre, sino con Guillermina, en Planeta Rica. La niña Guillo, como se le conocía y con quien no hubo descendencia, falleció hace algún tiempo en dicho municipio cordobés, donde también está la tumba del maestro.

José Manuel Tapia, 77 años y padre de ocho mujeres, parece resolver el misterio. “Esa medalla la tiene el doctor Luis Hernández, un odontólogo muy especial para Durán”. Dice el guacharaquero que Hernández vive en una finca cerca de Planeta y que a menudo se le ve por las calles del pueblo. Habrá que preguntarle.

Tan modesto y sencillo era Alejo Durán, que terminó regalando una medalla que hoy sería la gloria para miles de deportistas en el mundo. Gloria, la ‘muchacha’ que el siempre rey negro aseguró no conocer, pero con la que se amancebó toda su vida.

Escrito por: César Muñoz Vargas
Fuente: El Heraldo

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Un comentario

  1. PARA MI ES MUY GRATO SABER QUE EL MAESTRO ALEJANDRO DURAN REPRESENTO EXCELENTEMENTE A COLOMBIA EN ESE CERTAMEN QUE SE REALIZO EN MEXICO, AUNQUE NUNCA LO CONOCI, PARTE DE MI INFANCIA ESCUCHE SUS HERMOSAS CANCIONES, TODAVIA LAS ESCUCHO Y CADA VEZ QUE LAS ESCUCHO ME GUSTAN MAS, SE ME AGUAN LOS OJOS AL ESCUCHAR LAS MAGISTRALES NOTAS QUE SALEN DE SU ACORDEON.