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La caja que no respeta pinta

No parece el autor del supremo canto fúnebre del folclor colombiano, ni mucho menos el hombre capaz de gestar semejante elegía musical. Es demasiado alegre, una fiesta ambulante, un hombre de risotadas que no abandona su efusividad ni aun cuando lanza sus sentencias trascendentales: “La vida es como un sueño compadre: ahora estamos despiertos y ya mañana, muertos”.

Con el mismo desparpajo, hace ya medio siglo, en la Colombia rural y convulsionada de la época, gestó el verso que le dio renombre a su pieza musical: “El hombre que trabaja y bebe déjenlo gozar la vida porque eso es lo que se lleva si tarde o temprano muere”


El maestro Rafael Valencia compuso hace más de medio siglo ‘La caja negra’, un canto elemental que reflexiona sobre la muerte.

Contrario a lo que muchos piensan, el compositor de ‘La caja negra’ no es Enrique Díaz, sino este menudo hombre que se encuentra sentado en una silla en el patio del burdel de Sagrario, en Valledupar, sitio escogido para ambientar la grabación de una entrevista con el hombre que compuso un verdadero himno de la vida licenciosa.

(El lugar ya es famoso, a fuerza de los saludos de Poncho Zuleta, quien suele pasar verdaderas temporadas de hasta quince días allí, entre meretrices andariegas de todas las regiones de Colombia.)

Sentado, el maestro Rafael Valencia no parece un hombre de 71 años. Sus pies apenas tocan el piso y si no fuera porque debajo de su sombrero se asoma una cabellera gris, cualquier desprevenido diría que ahí en el patio del prostíbulo, junto a la rockola, está un niño sentado.

Su mirada posee un embrujo místico, como si sus ojos, no él, lo hubieran visto todo. Es una mirada de millones de años; una mirada difícil de sorprender. Su piel morena parece, por su brillo, barnizada, y cuando el maestro sonríe, además de poner en evidencia su lado tierno y pícaro, —quizá el arma con la que en sus años mozos conquistó a tantas chicas— muestra una dentadura casi perfecta, de un blanco inmaculado.

“¿A sus 71 años qué sentido y qué importancia le encuentra usted a la vida?”, le preguntan.

“Lo que más me ha gustado a mí en mi paso por el mundo y el sentido que yo le he encontrado a esto ha sido a través de la música y las mujeres. Esa es la vida para mí”, responde Rafael Valencia.

¡Desdichado tal vez el hombre, pero dichoso el artista desgarrado por el deseo! Diría Charles Baudelaire, en su poema el ‘Deseo de pintar’.

Mientras esperaba en la oficina de EL HERALDO, en Valledupar, para ser conducido al burdel de Sagrario, movido por los encantos de una joven reportera, el artista, en cuestión de una hora y desgarrado por el deseo, le compuso a ella una canción.

“Me tienes embrujado con tu forma de tratar, estoy hipnotizado y no sé qué me pasa a mí, Wendy me está matando, Wendy me tiene mal, ella tiene el remedio y me está dejando morir”.

“No hay placer más grande que llegar a conquistar a una mujer hermosa que a uno le guste”, asegura el maestro.

Rafael Valencia nació en El Copey, Cesar, el 22 de septiembre de 1940. Su padre era agricultor y él de niño le colaboraba en las labores del campo. A la edad de 10 años compuso su primera canción, ‘Nube variada’, interpretada 12 años después por el músico Andrés Landero. Su vida no era la de un campesino, a él lo atraía la música y el goce de la buena vida.

Todavía joven, siendo casi un niño, se va de su hogar tras la fama, y en esa búsqueda se vuelve guacharaquero del Pollo Vallenato Luis Enrique Martínez. Dice, sin tener la fecha clara, que ‘La caja negra’ fue compuesta por el año de 1959. Su canción insigne se hizo famosa en la voz de Enrique Díaz, algo por lo cual no parece guardar reproche.

Si la plata de Diomedes Díaz hace referencia a esa cultura del dinero fácil que vive en el desenfreno y la ostentación, “La caja negra” de Rafael Valencia nace de esa clase laboriosa humilde que además de trabajar quiere disfrutar la vida.

De niño oía de sus abuelos decir que “el hombre que trabaja déjelo gozar la vida”, y cuando escuchaba a su madre pelear con su padre, porque este se emborrachaba, le repetía lo mismo a ella. Cuando era un jovencito trabajó con un ganadero, en Valledupar, de nombre Virgilio Baute. A este le molestaba que sus empleados ingirieran licor y los insultaba cuando los encontraba tomando. El joven Rafael, ante esa situación, le decía: “Don Virgilio, pero el hombre que trabaja y bebe déjelo gozar la vida, pero párele bolas al hombre que bebe y no trabaja”.

De tanta insistencia con la frase un día su patrón le recomendó que hiciera una canción a partir de ella porque de allí podría salir algo único y especial. El aliciente fue decirle que Calixto Ochoa podría grabársela, y si ese era el caso, los dos se meterían una borrachera, a pesar de que Virgilio Baute no tomara.

Por la canción, Rafael Valencia afirma que recibe una pensión mensual y regalías trimestrales.

“Me ha dado mucha gloria, porque todo lo que tengo y lo que recaudo me lo produce ‘La caja negra’ —cuenta el maestro—. Es una canción madre porque me ayudó a criar a mis hijos y ahora estoy criando a mis nietos con las regalías que recibo de ella”.

La luz de la tarde se pierde en el patio del burdel con las nubes cargadas de agua. Ahora confiesa que con la muerte de su mujer, Inés Salcedo, que estuvo a su lado por 47 años, se ha dedicado más que nunca a la parranda, para no sentirse tan solo y no pensar tanto en ella, pero que a veces la parranda le juega una mala pasada y le aviva el recuerdo de su compañera.

Dice no tenerle miedo a la muerte, y está consciente de que tendrá que irse de este mundo. Sus ojos confirman lo que sus palabras dicen. “Y después de la muerte no creo que venga nada, ya uno descansa de todo en la vida. No hay otro mundo, el mundo de nosotros es este, no hay más”, sentencia con una honestidad brutal.

Para el día de su muerte no quiere que su caja sea color caoba, ni amarilla, ni verde, sino negra y forrada con seda del mismo color.
Por último le preguntan: Maestro, ¿entonces usted se va en la caja negra?

Este responde con una sonrisa, quizá riéndose de la muerte misma, diciendo: “Es que esa no respeta pinta, compadre; se lleva al pobre, al rico, al blanco, al negro, al viejo y al joven”.

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