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La sombra de los hermanos Zuleta

Carlos Manuel Bermúdez camina los pasillos de la Universidad de La Guajira con zancadas presurosas y cara de yo no fui. En la distancia, podría ser un catedrático de filosofía entrenado en Hegel durante varios años, día y noche, listo para ingresar a uno de aquellos salones como cárceles donde jóvenes de Dibulla, Manaure, El Molino o Maicao esperarían para escuchar atentos sus prédicas y razonamientos dialécticos. Pero Carlos sigue derecho, sin detener el paso, hasta llegar al cuarto de audiovisuales, el otro refugio que le permite evocar en silencio las imágenes del pasado y el canto de los hermanos Zuleta.

No es filósofo. Tampoco dicta cátedras por horas en aquel recién pintado edificio ubicado en las afueras de Riohacha. Trabaja allí en medio de cables y sonidos que fluyen de los equipos comprados por la Universidad hace menos de dos lustros.

Eso le importa un bledo, menos hoy, un día especial que lo mantiene con una sonrisa que exhibe con orgullo, pues en la madrugada soñó que estaba verseando frente a Poncho Zuleta, su ídolo, mientras miles de personas, allá abajo, como una extensión de la tarima, aplaudían al reconocido cantante de Villanueva que hacía sus mejores esfuerzos para vencer con estrofas al anónimo juglar de la música vallenata.

Los Zuleta para arriba y los Zuleta para abajo. Los Zuleta como una sombra larga que lo desvela más que el llanto de su hijo Alejandro Manuel, de tres años de edad. Poncho en su corazón y en sus guayabos infames. Poncho aquí y acullá.

Emilianito en sus meditaciones de mediodía. El viejo Emiliano cantándole La gota fría, sentado en el borde de su cama y esfumándose después por los intersticios del techo en forma de Aladino sin lámpara. Los Zuleta, todos, sin excluir a Héctor ni a Fabio, bailando como muñequitos de cuerda en su imaginación febril. Pareciera que Carlos Manuel está loco por los hermanos Zuleta. O delira, quién sabe.

Carlos es flaco y espigado. Sus ojillos se mueven inteligentemente hacia los lados, y cuando los fija en mí observo una mirada extraviada en aquel mundo musical que lo transporta a su niñez y lo pasea luego por los minúsculos laberintos de su memoria en la que siempre aparecen Poncho y Emiliano, los hermanos que causaron furor en tiempos idos, pero que aún siguen siendo uno de los estímulos mayores para que este administrador de empresas de la Universidad de La Guajira desee vivir más, sin límites y sin tiempo ni espacio, pues así podrá seguir escuchando Río crecido, El cantante, Mi Rosalbita y Río seco, canciones que oyó en su infancia, allá en Las Flores, un caserío de seis calles y cuatro carreras donde un día mataron a Lisímaco Peralta, en presencia de Diomedes Díaz y de Juancho Rois.

Los Zuleta, un recuerdo largo

En el computador central de aquel cuarto universitario, la imagen de pantalla es un álbum de Poncho y Emilianito. En Escritorio aparecen cinco archivos destinados para imágenes y textos de los Zuleta, las estadísticas, los datos, los diversos enlaces y alguna información que, según él, pertenecen a la reserva del sumario. Lo repite ahora cuando le pregunto por la versión que se conoció hace seis años en la que se afirmaba que Emiliano Zuleta Díaz no era hijo de Emiliano Zuleta Baquero sino de un amigo de Carmen Díaz llamado Juan Manuel Martínez.

–Habladurías de la gente –expresa–. El científico Yunis demostró a través de un examen de ADN que no existía ninguna compatibilidad entre ese señor y Emilianito. En cuanto a las intimidades de la pelea que hubo por ese caso entre Poncho y su hermano, prefiero el secreto.

Aún niño, el álbum Dos Estrellas, recién salido del horno de la casa disquera, lo obligó a despertar de un profundo sueño. Permaneció así, estático, con la mirada fija en el techo por donde se filtraba la luz de la luna; y los oídos atentos a los versos de las canciones que se repetían como un carrusel sin fin. Al día siguiente continuó escuchando las mismas canciones y entonces supo que aquella voz envuelta en notas de acordeón era la de Poncho Zuleta.

Pocas semanas después los vio en una fiesta de su pueblo y desde entonces la persecución no ha parado. Aunque él ignora quién persigue a quién.

En realidad, nadie lo sabe. O tal vez es una persecución surrealista de doble vía. Los Zuleta lo acosan en el día con el repertorio inacabable de sus canciones; y en la noche, con los más disímiles pensamientos que a veces se traducen en imágenes cercanas a las pesadillas.

Hoy, a sus cuarenta años cumplidos, se ha visto a sí mismo asistiendo puntualmente a la tumba de Poncho, cargando todos sus discos, cantando todas sus canciones y, de vez en cuando, recostando su cabeza sobre el frontón principal del panteón enclavado al final del Cementerio Central de Valledupar, ubicado en el barrio Cañaguate.

–¿Qué pasará cuando en verdad muera Poncho?
–Ufff… lo lloraré a moco tendido durante varios días. Solo espero que se vaya cantando, como lo dice en la canción Muero con mi arte, que aparece en la producción Una voz y un acordeón, grabada con Colacho Mendoza en 1975.

Más allá de la obsesión

A los once años de edad, Carlos Bermúdez era ya un zuletista empedernido. Se había trasladado a Riohacha para estudiar primaria y secundaria y, de repente, fue sorprendido con el rayo de una canción que habría de marcarlo hasta el día de hoy: Mi hermano y yo. Entonces, entona una de las estrofas mientras entrecierra los ojos y mueve la cabeza en la que destaca un rostro cuyas facciones, reparándolo bien, parecieran las de Sugar Ray Leonard, uno de los mejores campeones del mundo que ha dado el boxeo.

Porque cuando escucho mi triste acordeón
quisiera reírme y quisiera llorar
porque cuando escucho a mi hermano cantar
quisiera una copa llena de licor
quisiera un momento olvidar el dolor
que pasen las penas y sentirme feliz
al lado de mi hermano
con quien he batallado
para poder vivir…

Fueron diez años de zuletismo absoluto hasta que decidió seguirlos a todas partes. Primero los siguió hasta una caseta para grabar las canciones en un viejo equipo que acercaba a los parlantes.

De esa manera, obtuvo las versiones ampliadas de El Zuletazo, cuyos temas lo estimularon a continuar un seguimiento que trascendió los festivales de La Guajira, lo hizo madrugar en los carnavales de Barranquilla, le hizo perder el rumbo en un pueblo lejano del Atlántico, lo aguijoneó a atravesar los caseríos de la sabana hasta traerlo de vuelta a Riohacha cargado de casetes cromados y el recuerdo de los saludos que Poncho comenzaba a prodigarle.

Ahora luce una de las siete camisetas que tienen estampadas la imagen de los hermanos Zuleta. Los mil videos están desperdigados por los cuartos de la casa y los casetes están en una caja de la que extrae los más preciados. Los discos de acetatos los mantiene debajo del equipo de sonido, y en ocasiones los tira en el sofá para regodearse con las fotografías.

Entonces muestra el primer larga duración grabado por Poncho, Mis preferidas, y en la otra mano esgrime el más reciente, El nobel del amor, grabado en 2010 junto al Cocha Molina. Afirma enseguida que Poncho tiene 43 producciones y recuerda que sus acordeoneros han sido Colacho Mendoza, Emiliano Zuleta, Beto Villa, Chiche Martínez, Iván Zuleta y el citado Cocha.

Levanta la mano para decir que con su hermano hizo pareja desde 1970 hasta 1986; que en el 75 hubo una separación que Emiliano aprovechó para grabar con Jorge Oñate La parranda y la mujer. Precisa que en 1991 volvieron a juntarse hasta el 95; y después, una unión más hasta el 2007.

“Cuando canten juntos será con contratos diferentes, porque así lo exige Emiliano. Mi adoración es por Poncho, pero Emiliano me dio por la cabeza con Mi hermano y yo”, afirma.

Este anterior trabajo aparece en el libro antológico ‘La dinastía Zuleta’, que será presentado el 15 de marzo en el Foro de la Universidad de La Guajira, previo a la cuarta edición del Festival Francisco el Hombre, de Riohacha.

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