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Decimeros: asalto al olvido

En la costa atlántica colombiana los decimeros gozan de un raro prestigio, que en tierras cachacas no lo tienen ni los médicos acertados. El componente esencial de semejante crédito se debe a su habilidad de fijar para la memoria anécdotas y lances, historietas y picardías, fábulas y leyendas. El cómo lo hacen es una fórmula con dos ingredientes: el primero lo aporta el idioma castellano, que vino al mundo con una empaquetadura en la cual sólo cabe el metro de ocho sílabas. Los demás son simples angaripolas, incluyendo el acartonado, aburguesado, somnoliento y artificioso alejandrino. El octosílabo guarda con nuestro idioma una relación de identidad, como el amanecer y la luz. Y son inseparables como la tortuga y su concha; es el metro «más sencillo para el hablante español, fluye de manera natural con facilidad». Algunas jarchas mozárabes, con casi mil años de antigüedad, ya empiezan con octosílabos gramaticales. En esos tiempos se apreciaba tanto a los recitadores populares porque «… ellos mismos conservaban en su memoria y encomendaban a la agena (sic) sus canciones, sirviendo de archivos vivos…», según nos cuenta G.B. Depping en su rancio ‘Romancero Castellano’.

«El octosílabo es el verso español por excelencia. No sólo por su origen histórico, netamente popular y autóctono, a diferencia de sus más directamente competidores: el endecasílabo o el heptasílabo, con vestigios de origen italiano, o el hexasílabo, de orígenes latinos. No sólo por sus raíces folklóricas, populares ni por ser el que más se ha compuesto, declamado, usado tanto en poesía, como en canción, teatro y hasta, como veremos, en prosa sino porque es el que mejor se identifica y armoniza de manera natural con los ritmos elementales del lenguaje. Dicen a este respecto los estudiosos de la fonética que el octosílabo coincide con el grupo fónico medio en castellano. El lenguaje en prosa tiende a organizarse en octosílabos», nos informa Francisco Redondo. Lope de Vega y Calderón de la Barca se expresaron en décimas octosilábicas perfectas y el mismo Cervantes lo inmortalizó en el capítulo XXVII del Quijote.

De la Guajira a Leticia y del Orinoco al Pacífico, en Colombia entera hizo carrera y se quedó para siempre la picardía del octosílabo, que cultivó el genio típico del pueblo con las famosas coplas «Esto dijo el armadillo…»

El segundo ingrediente lo da el genio creativo popular, que no deriva su universo poético de escuela alguna o academia, sino de la vida misma, del instinto que subyace en la vena del cantor, ese instinto que satisface la necesidad de vencer el olvido: los decimeros. Mi oráculo de cabecera, Borges, quien con veinte años más de edad lo hubiera dicho todo, afirmaba que los hechos deben ir acuñados a la palabra para que se recuerden bien. Los bardos del octosílabo y los decimeros costeños han asumido esta misión con la grandeza de su alma propicia a la nostalgia.

Al hacer este preámbulo pensaba yo en un leproso muerto en 1920 en Soledad (Atlántico) a la temprana edad de 28 años. Se llamaba Gabriel Escorcia Gravini y había compuesto en octosílabos perfectos ‘la Gran Miseria Humana’. Y entre los muchos vates cultores del metro de ocho sílabas, reflexionaba en uno recién conocido, José Atuesta Mindiola, y en todos esos que llanamente se denominan decimeros: poetas populares cuyo primer propósito es derrotar el olvido con las armas de la estética verbal. Porque una cosa se revela como verdad evidente: decimeros como Atuesta Mindiola, herederos conscientes o inconscientes de Escorcia, lo que realmente quieren es narrar para la memoria y la mejor fórmula con que asaltan el olvido es el octosílabo. Porque este formato reviste a la narración de cierto prestigio misterioso y de ciertas propiedades mnemotécnicas.

Si alguna vez lee esta lejana nota, me gustaría que Atuesta Mindiola me confirmara la deuda estética que tienen los decimeros con Gabriel Escorcia Gravini, aunque sus temáticas sean diferentes. Desde muy joven había yo admirado al autor de ‘La Gran miseria humana’ y a los decimeros, y los había defendido a capa y espada de los críticos que una y otra vez los acusaban de rimbombantes, grandilocuentes y ampulosos. Para mí, Escorcia fue siempre un solitario amanuense de desdichas, a quien yo había leído en voz alta en noches antiguas de desvelo saturadas de angustia etílica. Inclusive pensé que una ilustrísima poeta con voz autorizada en materia de crítica literaria, Gloria Cepeda Vargas, se refería a los decimeros y a Escorcia indirectamente al afirmar que «La lírica latinoamericana revienta de vocablos altisonantes». La sentencia aparecía en un excelente artículo suyo sobre el Tuerto López. Alarmado, enseguida le escribí casi protestando y cuestionando a la ilustre escritora, afanándola con la exigencia de que me dijera entonces cómo juzgaba ella la poesía popular, como la de los decimeros o ‘La Gran Miseria Humana’, mi favorita desde niño, cuando se trata de recuperar el aliento para sentir con hondura sencillamente humana.

Entonces Gloria Cepeda me contestó y me devolvió el alma al cuerpo. «Me refiero -me replicó ella-, con el concepto de equidad de que es capaz nuestra siempre sesgada percepción, a los llamados poetas populares como lo que son: expresión muy respetable de la vida, cronistas desenfadados y a veces irreverentes de lo que sienten y lo que sucede (…) Lo mío son simples notas producto de mí siempre deficiente conocimiento del mar infinito que es ese lenguaje especulativo, como llama Steiner a la poesía, las matemáticas y la música».

Lo más agradable de la respuesta de Gloria Cepeda era su calificación de cronistas, aplicada a los poetas populares. Envanecido porque mi apreciación coincidía con la de alguien de juicios tan sensatos, me propuse entonces leer despacio a José Atuesta Mindiola. La información cibernética daba cuenta de alguien que había ganado premios de primerísimos lugares en la Casa de Poesía Silva y en el Instituto de Cultura y Turismo del Cesar. Y que había escrito ‘Estación de los cuerpos’ (poesía), ‘Valledupar desde la otra orilla’ (Poesía), ‘Sabanas de Mariangola’ (monografía), y abundante producción valiosa para la identidad vallenata en revistas y periódicos nacionales. Quién era este autor que afirma: «Nunca el cielo se oscurece/ si hay amor en la mirada».

Su nombre ya resuena inclusive en estos lejanos parajes de la cachaquería donde garrapateo mis cuartillas. Es un poeta popular artífice de ese deleite de los versos que son cantos para la vida y para la historia. Sus décimas embellecen a las claras las propiedades mnemotécnicas del octosílabo y, erigidas con ese metro que le habla a la música natural del oído, nos llevan a la experiencia de compartir emocionadamente una anécdota picaresca o un recuerdo luctuoso. Muy parecida a una bellísima novia que tuve en mi juventud, mi memoria infiel me ha obligado toda la vida a prescindir de la vida social literaria, de asistir a cenáculos y dictar conferencias solemnes. Y las escasas veces en que he asistido, lo he hecho con la callada actitud de quien se reconoce ignorante. Pero al recitar las décimas de Atuesta Mindiola, estaba seguro de guardarlas en el corazón de la infiel por mucho tiempo.

Décima al acordeón

Aquí llegó el acordeón / vino cruzando los mares / y en manos de los juglares / camina por la región. / Y conquista el corazón / de cantos de vaquería, / se une con la poesía / en las noches de tambora / y se despierta la aurora / bañada de melodía.

Una leyenda famosa, / y de ella también les hablo, / Francisco derrota al Diablo / con canciones religiosas. / El pueblo narra las cosas / con voces de fantasía. / Primaveras de alegría / florecen en el cantor, / y en el sonoro tambor / hay un mar de melodía.

La historia con precisión / lo registra sin afán, / el genio Kiril Damián,/ inventor del acordeón. / Aquí por esta región / un cronista lo relata, / juglares de casta innata / no se olvidan con los años / y fue el gran Chico Bolaño / quien le dio alma vallenata.

Chico Bolaño el juglar, / en mi memoria lo veo, / fue creador del paseo / y bien lo enseñó a tocar. / Dios hizo a Valledupar / una tierra de promisión / donde anda el acordeón / con su imperio musical. / ¡Y que viva el festival, / orgullo de la nación!

La pilonera mayor

En las tardes piloneras / de abril en sus amoríos / el perfume era rocío / de flores en su pollera. / La música es primavera / al alma rejuvenece: / La trinitaria florece / como una estrella en el cielo. / Y al recordar a Consuelo / Valledupar de enternece.

Y al recordar a Consuelo /  Valledupar de enternece. / Suave en el viento se mece / Un ave de blanco vuelo / y se siente en este suelo / el palpitar de canciones, / las notas de acordeones / en lluvia de melodías / y una larga sinfonía / despierta las emociones.

Una larga sinfonía / despierta las emociones. / El rebuje de tambores / es la memoria del día, / desfile de algarabía / en esta tierra de amor, / es la voz del trovador / un verso suena otra vez: / Consuelo, Consuelo Inés, / la Pilonera Mayor.

La Pilonera Mayor / Consuelo, Consuelo Inés, / que hace tiempo se os fue, / bella diosa del folclor, / era un ramillete en flor, / el donaire en su pollera / en tardes de primavera, / de abril en sus amoríos, / el viento fresco del río / flotaba en su cabellera.

Escrito por Julio César Espinosa
Miembro de la Asociación Caucana de Escritores
Fuente: El Tiempo

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