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Caminando por la calle del Cesar en el Festival de la Leyenda Vallenata

“Caminando por la calle del Cesar, de arriba a abajo, de abajo a arriba…”, así, con este tarareo de vallenatos decimonónicos, es justo empezar esta crónica cuando avanzamos por la mítica calle que, en Valledupar, no es calle sino carrera, la misma que desemboca en la plaza ‘Alfonso López’, y que por estos días concentra la máxima vocinglería de la fiesta más importante y concurrida del folclore en todo el mundo.

‘Caminando por la calle del César’, que muchos asocian con ‘La banda está borracha’, original del maestro Wilson Sánchez, también autor de la sentida romanza ‘Penas negras’, es el ‘paseadito’ acompasado en los calcañares con que locales y foráneos transitan por las arterias de la capital cesarense, donde a mañana, tarde y noche sólo se escuchan pitos y bajos de acordeones, y cajas y guacharacas frenéticas.

Tertulia y bohemia

Por esta legendaria vía nos detenemos a admirar el balcón de la casa de Jaime Molina, compadre e inseparable compinche de tertulias y farras del  maestro Rafael Escalona, a quien el juglar de Patillal compuso su mentado son:

Recuerdo que Jaime Molina/,
Cuando estaba borracho/
Ponía esta condición/
Que si yo moría primero me hacía un retrato/
O si él moría primero/,
le sacaba un son.

Ahora prefiero esta condición/
Que él me hiciera el retrato/,
Y no sacarle un son’.

El balcón de tantos amaneceres de bohemia está derruido, descascarado, pero así, con ese asomo de ruina, se aspira profundo el halo de nostalgia. Ahí, en esa suerte de púlpito de vates, lúdicos y orates, Molina, ya picado por los efectos del fino ‘scotch’, cuando este elixir venía en barco de vapor del Reino Unido, recitaba sin trastabillar una sílaba a Jorge Zalamea en uno de los poemas más extensos del Parnaso, ‘El sueño de las escalinatas’, todo Neruda, César Vallejo, y hasta donde aguantaba la farra y el pulmón, el ‘Tuerto’ López.

En la esquina de la plaza ‘Alfonso López’ está intacta la casa del ex presidente a quien se le atribuye, con ‘La Cacica’ Consuelo Araújo Noguera, de gestionar y fundar, el 21 de diciembre de 1967, fecha memorable para la cultura de letristas y acordeoneros, el Festival de la Leyenda Vallenata, que este año llega a su capítulo 45, en homenaje al grande de grandes, Calixto Ochoa . En esa morada nació el evento con tarima improvisada. Y así está inscrito en una placa conmemorativa.

Doscientos metros más adelante está la casa de Abigaíl Escalona Martínez, la hermana mayor de Rafael Escalona, una venerable mujer de 92 años, con una lucidez y una memoria rayanas en la vesania luminosa, que habla pausada como si estuviera dictando un sermón. A su lado, el hijo amado, Santander Durán Escalona, el sobrino del Escalona Leyenda que heredó en suma la savia de su inspiración, cuando hasta la fecha ha sido cuatro veces Rey de la Canción Inédita, a saber: ‘Lamento arhuaco’, ‘La canción del valor’, ‘Ausencia’ (con su mejor versión, la de Jorge Oñate) y ‘Paloma Banqueña’.

De patio en patio

Tomando la misma acera de la casa de ‘ña’ Abigail, pero hacia el sur, donde soplan las ventiscas gélidas de la Sierra, posterior a la tarima ‘Francisco el Hombre’ y diagonal a la escultura ‘Revolución en marcha’, del maestro Rodrigo Arenas Betancur, está la casa de los Pavajeau Molina, de Roberto y Darío, éste último el gallero más mentado de la Costa. Es una casa enorme de patios cargados de cañaguates y palos de mango; una casa de puertas abiertas por donde revolotean niñas vestidas a la usanza de piloneras, que recuerdan la frase que citaba López Michelsen cuando veía ‘pelaitas’ desperdigadas por sus corredores: “en la belleza de estas niñas vallenatas siempre busco el rostro de mi abuela’. Cómo no, ‘El Pollo’ López tenía sus lances intermitentes de poeta.

En la puerta de la vivienda, como en todas las residencias costeñas, y más en tiempo de festival, sus propietarios sacan taburetes a la puerta para fisgonear y tertulear entre vecinos. En esas encontramos al famoso abogado Evelio Daza en franco debate vallenato con su anfitrión, el doctor Roberto Pavajeau, uno de los mejores amigos del recordado compositor de ‘El testamento’, ‘La vieja Sara’ y  ‘Jaime Molina’.

En una de las tantas habitaciones de la casona de estilo republicano permanecen intactas e inamovibles unas botas de cuero, una gabardina, un sombrero y una guayabera de  Escalona, tal cual las dejó la última vez. De la cocina, vapores voluptuosos nos enteran que hay para los visitantes café cargado con canela.

Mágica y real

“Esa es la Valledupar nuestra, la capital de Macondo, que es la capital de lo real e imaginario”, cita Carlos Alberto Atehortúa Gil, periodista y escritor manizalita radicado hace 46 años en la capital del Cesar, donde es conocido entre micrófonos y arduas labores de escritura como ‘La biblia del vallenato’.

Atehortúa Gil es el biógrafo autorizado del bardo de Patillal: su primer libro, ‘Escalona, adiós al mito’, un compendio de crónicas de largo aliento que narra sus encuentros y tertulias de muchos años con el ilustre compositor,  se agotó en tres días cuando fue puesto en las estanterías del museo-librería de ‘La tienda de compae Chipuco’.

Pues esta es la Valledupar macondiana que a partir de ayer recibió a 320 aspirantes a la corona de Rey Vallenato en sus tres categorías: infantil, juvenil y profesional. Los candidatos profesionales suman ochenta y tres, un nuevo récord que supera los anteriores en la historia del festival.

De estos ochenta y tres participantes hay dos españoles, dos venezolanos y un inglés, sí, un inglés de fuelle al pecho que vino acompañado de tres reporteros de la BBC de Londres.

Todos ellos encendieron motores ayer a partir de las nueve de la mañana en los diferentes escenarios dispuestos para las eliminatorias: la plaza ‘Alfonso López’, el coliseo ganadero de ferias, el parque ‘El Helado’, la plaza ‘1° de mayo’, el Colegio Nacional Loperena, el centro recreacional ‘Pedregosa’, entre otros.

En todos ellos, pero sobre todo en la plaza ‘Alfonso López’, se vive ese ambiente de hospitalidad, cordialidad y camaradería. Allí nadie es desconocido. Todos te saludan con un fuerte apretón de manos, como si te conocieran de toda la vida, y entre ellos, los concursantes, que han llegado de remotas aldeas, por encima de la crucial competencia, se desean con mirada sincera la mejor de las suertes, aunque en tarima, sí señores, y en el buen sentido de la palabra, las reñidas actuaciones alcanzan el color, la fricción y la temperatura de una pelea de gallos.

Quien escribe estas líneas piensa que el foráneo de primera vez, a partir de esta experiencia, odiará o amará para siempre el vallenato, porque de tanto escucharlo a toda hora, se te revela altivo y parrandero hasta en los sueños.

Yo, que soy cachaco, lo llevo incrustado hace tiempo en el alma. Por eso sigo avanzando en este mágico itinerario al ritmo  de ‘la calle del Cesar, de arriba abajo, de abajo arriba…’.

Hasta pronto.

Fuente: El Espacio

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